La elocuencia política del cuerpo. Juan Vicente Aliaga

La elocuencia política del cuerpo
Juan Vicente Aliaga

Desde el comienzo de los tiempos, el cuerpo humano ha desempeñado un papel fundamental en la Historia del Arte. Pero en el siempre particular y subjetivo devenir de nuestra fisicidad, el siglo XX supuso un cambio definitivo tras el que nada volvería a ser igual; nuestro cuerpo, tras diversas conquistas previas, pasaba de ser el objeto de la representación a convertirse en presencia viva y soporte de la creación. Esta es la historia de los principales textos que analizan e interpretan el empleo del cuerpo en el arte contemporáneo.

El primer escollo a salvar cuando hablamos del uso del cuerpo en la práctica artística es la disparidad de denominaciones. Happening, performance, accionismo, body-art, art corporel, son algunos de los términos empleados para refe­rirse a prácticas y realidades diferentes aunque en ellas el cuerpo humano (el del/de la artista) sea el instrumento fundamental. Un primer matiz es importante: estamos hablan­do de un cuerpo que, puesto en acción, en dinámica con otros cuerpos o solo, puede comportarse como sujeto pero también puede ser objeto de la mirada ajena.

En este recorrido, en absoluto exhaustivo, por las políticas de la acción corporal desde los años sesenta es capital establecer ciertas distinciones con el objetivo al menos de clarificar y de ordenar, a sabiendas de que fijar ciertas categorías puede resultar limitador. En ese sentido, voy a centrarme en aquellas manifestaciones artísticas en las que la presencia y actividad corporal constituyen el epicentro de la dimensión artística. Esto descartaría en principio a aquellas prácticas fotográficas, pictóricas o escultóricas en las que el cuerpo del hombre, de la mujer es representado en la ejecución de un acto. En ese sentido cabría señalar que en la devanadera de la acción, sea cual fuere la nomenclatura usada para definirla, se da una pre­sentación del cuerpo, una presencia física y material, contin­gente del mismo, además de una producción de sentido y de simbolización en la representación. Es sabido que la acción se ha transmitido a menudo mediante la captación de la imagen en movimiento a través de películas y vídeos pero que en algunas de estas pro­puestas artísticas la finalidad radica en ser apreciadas en dichos soportes. La relación de inmediatez con el público, activo o no, quedaría, por ende, anula­da. No incidiré en ello. Otra cosa bien distinta es que las acciones y/o perfor­mances que se produjeron en un momento determinado, irrepetible, sean visualizadas y comunicadas a través de la fotografía y el vídeo utilizados como documentación. De los términos usados probable­mente el que mayor confusión y equívocos ha generado es el de performance. Un [sic] palabra que conlleva la dimensión de actuación, teatral o cinematográfica, con que se suele emplear en el ámbito hegemónico, y también el de representación. Bartolomé Ferrando define performance como la "realización de una o diversas acciones en presencia de un público al cual, a diferencia de lo que sucedía con el happening no se le pide que participe físicamente. La participación se producirá mental y sensiblemente, cuando la percepción del receptor se mantenga abierta y activa, cuando la lectura del proceso no quede reducida al mero gesto de engullir, de tragar lo presentado". Sobre esta cuestión resulta de utilidad informativa Arte Acción, 1958-1998, edición a cargo de Richard Martel, (IVAM, Valencia, 2004).

Sería, sin embargo, restrictivo pensar que la performance se adscribe a una corriente específica de la práctica artística. Puede darse en conjunción con otras disciplinas como la música (sucedió con ZAJ), la danza, el teatro, con lenguajes plásticos, visuales...y también puede vehicular concepciones artísticas y políticas harto diferentes. No es lo mismo la cuestionable y reprobable actitud de un Chris Burden que dispara contra un Boeing 747 cerca del aeropuerto de Los Ángeles, en 1973, que la propuesta de Gina Pane que, en su Escalade non anesthésiée, 1970, trepa por un armazón metálico, clavándose púas aceradas, con lo que se propone llamar la atención sobre la guerra de Vietnam. La dimen­sión ética de uno y otro es muy dis­tinta. Esta comparación me lleva a señalar que en algunos artistas euro­peos (especialmente en el trabajo de Michel Journiac, Gina Pane, Valie Export, y en los accionistas vieneses) se vincula el concepto de acción con la puesta a prueba del cuerpo y la experiencia de los límites e incluso del dolor. En otros, con mayor frialdad, paradójicamente prefieren el tér­mino anglosajón de performance aun­que también pongan en peligro la propia integridad física y psicológica (Marina Abramovic). Journiac recha­zó categóricamente el concepto de performance por sus connotaciones teatrales. También el uso del término happening acarrea malentendidos. Jean Jacques Lebel trató de despejar­los en El happening, (Nueva Visión, Buenos Aires, 1967) sin lograrlo del todo pues incluyó en los ejemplos facilitados algunos escuetos eventos de Fluxus que se alejan del compo­nente tumultuoso de las propuestas de Allan Kaprow, acuñador del con­trovertido término de liappeníng. Para indagar en la trayectoria de este autor conviene repasar Happening & Fluxus, (Kölnischer Kunstverein, Colonia, 1970). Merece la pena puntualizar que la supuesta participación del público en los happenings de Kaprow estaba en realidad dirigida y predeterminada por el artista. El famoso 18 happenings in six parts, celebrado en 1959 en la Reuben Gallery de Nueva York, y en el que inter­vinieron Robert Whitman, Dick Higgins y Lucas Samaras, entre otros, pone en evidencia que no hubo tal actividad libre y espontánea.

Acabo de nombrar un happening que se desarrolló en una galería, no obstante, algunas de las manifestaciones del mal llamado body-art se celebraban en espacios insólitos: garajes, descampados, en pisos particulares, en la vía publi­ca, en la playa, pero también en instituciones elitistas como el Carnegie Hall o durante festivales de música, verbigracia en Alemania. Hubo performances privadas y también las hubo públicas: no había aparentemente contradicción alguna. Se buscaron nuevos medios y espacios alternativos. Conviene recordar que, por lo general, el mercado y las ins­tituciones museísticas no respaldaban estas iniciativas poco o nada venales.

Todo estudio que se lleve a cabo sobre el papel desempe­ñado por los artistas que utilizaron su cuerpo como acción simbólica y/o política se plantea la cuestión de los orígenes. En el texto Performance Art. Desde el Futurismo hasta el pre­sente (Destino, Barcelona, 1986) de Roselee Goldberg se empieza con las vanguardias y con Alfred Jarry hasta llegar a tiempos recientes en una mezcolanza tal que todo se trans­muta en performance, sin entrar a dilucidar el lenguaje espe­cífico de cada técnica o tecnología y menos aún cuestiones de calado antropológico, sociológico, feminista…

En The Artist’s Body, (Phaidon, Londres, 2000), de Amelia Jones y Tracey Warr se amplía exageradamente la producción de sentido en torno al cuerpo a cualquier repre­sentación del mismo. El estatus de pionero se le otorga a Duchamp, a su cuadro Paysage Fautif, 1946. Bastante más performativa se me antoja la partida de ajedrez de Duchamp con una mujer desnuda en 1963. Para las autoras de este macroensayo la utilización de cualquier elemento de proce­dencia corporal, en este caso el esperma, justifica su inclu­sión. La eyaculación adquiere por tanto un carácter funda­dor. En cambio una artista esencial para entender la performatividad con finalidad fotográfica como Claude Cahun apenas es mencionada.

En la bibliografía sobre la acción y la performance mar­cadamente anglosajona, incluso de claro signo estadouni­dense -véase The Object of Performance. The American Avant-gatde since 1970, de Henry M. Sayre, (Universiiy of Chicago Press, 1989)-, el chovinismo patriotero no falta. Se nota en el esfuerzo denodado de Peter Schinimel por conceder a la figura de Jackson Pollock la primacía fundacional absoluta del arte de acción. Puede consultarse al respecto Out of Acfions. Between Performance and the Object, 1949-1979 (MOCA, Los Ángeles, 1998). Un catálogo que es de alguna manera una respuesta a Hors Limites. L'art et la vie. 1952-1994, (Centre Pompidou, París, 1994), concebido por Jean de Loisy y posiblemente también a L'art au corps. Le corps exposé de Man Ray á nos jours (Museés de Marseille, Reunión des Musées Nationaux, Marsella, 1996).

La introducción del cuerpo del artista en la misma pin­tura, colocada a la sazón en el suelo para facilitar que se caminara sobre ella, parece inaugurar un nuevo comporta­miento. Sin embargo, la deuda pictórica no desaparece, pues Pollock, al terminar su producción acabará colgando su obra de forma convencional. En los cincuenta la filiación con la plasticidad pictórica se mantiene. Incluso en las pro­puestas rupturistas de Gutai, grupo surgido en 1954 en Osaka, fundado por Jiro Yoshihara. Estamos ante un movi­miento todavía poco conocido en Occidente. Para subsanar ese desconocimiento, véase el catálogo Gutai editado por Françoise Bonnefoy, Sarah Clément, e Isabelle Sauvage, (Galerie nationale du Jeu de paume, París, 1999).

En Gutai la ligazón con el magma pictórico se observa en Challenging Mud (1955), donde Kazuo Shiraga se revuel­ca en el barro con la finalidad de producir una obra matérica, moldeada por la dinámica del cuerpo. De esa actividad se conserva la documentación fotográfica. El trasfondo polí­tico de este arte corporal asomó en un país, con ínfulas de imperio, entonces humillado y vencido tras las bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaki. ¿Hay algo de esa rabia en el acto de atravesar y romper unas capas de papel colo­cadas como cuadros tal y como hizo Saburo Murakami en Breaking Through Many Paper Screens, en 1956? Pro­bablemente. Anida asimismo una intención de quebrar la calma chicha de la pintura convencional, incluida la abs­tracta, como sucede con la acción de Shozo Shimamoto Making a Paintíng by Throwíng Bottles of Paint, en 1956, en que descarga su energía creando mediante la destrucción.

Japón fue entonces un hervidero en el que participaron también artistas europeos, fascinados por una cultura mile­naria. Un ejemplo lo tenemos en Georges Mathieu, que devino pintor gestual y sígnico, y que realizó su Hommage au general Hideyoshi, en 1957. Ataviado con atuendo nipón el artista francés desplegó su potencia ante el público de Osaka. Sobre el cuerpo en acción y el espíritu de la materia resulta muy clarividente el ensayo de Laurence Bertrand Dorléac, L'ordre sauvage. Violente, dépense et sacre dans l'art des armées 1950-1960 (Gallimard, París, 2004).

La entrada en la década de los sesenta indica que no se han roto del todo las amarras con el acto de pintar. Yves Klein empleó en Anthropométries (1960) a mujeres como objetos, como pinceles humanos que se restregaban contra el papel para dejar huellas. Esta propuesta, que algunos han conside­rado sexista, muestra una faceta de un artista conocido por su impostura. Su célebre Saut au vide (1960) es ejemplo de cómo, en connivencia con el fotógrafo Harry Shimk, Klein vende una mentira: el artista, que fue judoka e instructor de la Guardia Civil en Madrid, saltó pero fue recogido en una lona, lo que la fotografía, manipulada, oculta.

Los sesenta inauguran visiones de orden neovanguardista de parentesco dadaísta donde destacan las aportaciones de Fluxus mediante los eventos. En estos actos, de duración variable, el énfasis se pone en la materialización de gestos cotidianos con un punto de absurdidad. Así pudo compro­barse en la propuesta de Ben Vautier, realizada en 1964 en una playa de Niza ante numeroso público: se trataba de adentrarse en el agua totalmente vestido y llevando un para­guas. Antes, en 1962, Dick Higgins y Alison Knowles, ofrecieron Danger Music, n. 2 en el Fluxus International Festival of New Music, en Wiesbaden. Mientras Higgins interpreta­ba piezas tituladas Danger Music, Knowles le cortaba el pelo delante del respetable. La relevancia de la música en Fluxus es considerable. Es palpable en e! concierto madrileño de Juan Hidalgo (1965) y en acciones realiza­das con Walter Marchetti (relaciona­das de alguna manera con John Cage). También en el Human Cello, 1963 de Charlotte Moorman y Nam June Paik, en donde la espalda del artista coreano sirve de soporte. Una colaboración que prosiguió en TV Bra for Living Sculpture, 1969. En ella, dos monitores pequeños que captaban imágenes varias de televisión y del público en la sala, reemplazaban al sujetador de la artista. Sobre Fluxus puede consultar­se con sumo provecho En L'esperit de Fluxus (Fundació Antoni Tàpies, Barcelona, 1994) y Fluxus y fluxfilms (MNCARS, Madrid, 2002).

Subyacente a un deseo de aunar arte con vida y con la cotidianidad surgen en Brasil experiencias que tra­taban de favorecer la capacidad sen­sorial del cuerpo. Me refiero a las actividades hápticas de Lygia Clark en 1966 y 1967. En ellas usaba guan­tes, hilos, máscaras, superficies rugosas, saliva, para hacer que mediante el tacto y el frota­miento brotase el placer. A la vez se cuestionaba la supre­macía del sentido de la vista, clave en la cultura lógico-céntrica. Una línea de experimentación que Helio Oiticica exploró también en sus Parangolés, en 1968. ¿Nació aquí el arte corporal relacional?

En el magma de los sesenta nacieron fenómenos de inci­dencia cultural y política local, que después adquirirían trascendencia internacional. En ese sentido, el accionismo vienés supuso una crítica a la colaboración de la población austríaca con el régimen nazi y a la amnesia posterior de una sociedad ultra-religiosa y represora. El cuerpo en acción se convirtió en un elemento artístico detonante de la transformación social, especialmente a la hora de transgre­dir algunos tabúes sexuales. El cuerpo desnudo fue un labo­ratorio en el que se descargaban las pulsiones. Nitsch, con su grandilocuencia teatral, casi wagneriana, planteó la nece­sidad del sacrificio y la catarsis, lo que sentó mal a la jerar­quía católica. Brus expuso su propia carne a prácticas de automutilación y utilizó la escatología para mofarse de los símbolos austríacos. Mühl se centró en la exploración del sadismo sexualizado. Shcwarzkogler, inmerso en el mutismo que algunos tacharon de suicida, puso de manifiesto el frágil equilibrio de la psique.

Acerca del accionismo vienés y de otros accionismos corporales, entre otros lenguajes, se han editado en España algunos ensayos introductorios, a saber, Estudios sobre performance, coordinado por Gloria Picazo, (Junta de Andalucía, Centro Andaluz de Teatro, Sevilla, 1993) , publicado originalmente en catalán; también El arte de la acción, de José Antonio Sarmiento (Centro de Arte La Granja, Las Palmas, 1999), Accionismo vienés, de Piedad Solans (Nerea, San Sebastián, 1999) y El arte de acción, de Sagrario Aznar, (Nerea, San Sebastián, 2000), destinados al lector universitario.

Visto con la perspectiva del tiempo, sin olvidar el revul­sivo que provocó el accionismo austríaco, no pueden pasar­se por alto las altas dosis de machismo y de autoritarismo presentes en las acciones de Otto Mühl. Valie Export las vivió en persona. En parte acciones callejeras como Tapp und Tastkino (1968) y Genital Panic (1969), que tuvo lugar en un cine, suponen un cuestionamientode la supremacía y el dominio masculino.

Destruir mediante la acción corporal es una actividad que puede conllevar un proceso creativo físico y fisiológico. Así lo supo ver Gustav Metzger, organizador del Destruction in Art Symposium (DIAS) en Londres en 1966. Destruir suponía también en aquellos momentos una crítica a la objetualización consumista del producto artístico converti­do en simple mercancía de lujo.

En DIAS no estuvo presente la artista francesa Niki de Saint-Phalle. Fue la ideadora de las performances tituladas Tir à volonté llevadas a cabo en el Impasse Ronsin de París en 1961, En ellas disparaba contra unas bolsas de pig­mento líquido que al reventar manchaban la tela. Desde una perspectiva actual, el hecho de que una mujer empu­ñase un arma ha sido leído en clave feminista. Una lectu­ra propuesta en diferentes artículos por Kristine Stile y por Peggy Phelan. También lo ha sido la performance de Yoko Ono Cut Piece, realizada en Tokio en 1964. Siguiendo instrucciones de la artista los espectadores cor­taban trozos de tela del vestido. Para evitar sentirse des­nuda se cubrió los pechos cuando alguien le cortó la cinta del sujetador.

En 1965, Shigeko Kubota, llevó a cabo Vagina Painting, en el Perpetual Flexfest de Nueva York. En cuclillas la artista iba pintarrajeando el suelo con la ayuda de una brocha alada a su ropa interior. Un primer ejemplo del cunt art (arte del coño) que sentó mal a algunos componentes (todos varones) de Fluxus. Reacciones sexistas de este orden las sufrió en sus carnes Yayoi Kusama pero no se arredró. En 1969 realizó la Grand Orgy to Awaken the Dead, una inmer­sión de cuerpos en la fuente del MoMA para llamar la aten­ción sobre el hecho de que el museo se había convertido en un mausoleo, ajeno a la realidad contemporánea. Sus per­formances, algunas filmadas, denotan la influencia de la “love and peace generation” con toquez humorísticos y asaz díscolos. En una línea igualmente desinhibida se sitúa Carolee Schneemann, una artista imbuida de influencias hippies, como pudo verse en su festivo Meat Joy, realizado en París en 1964. Se trata de una suerte de happening orgiás­tico (el material utilizado era heteróclito: pescado, pollo, salchichas, pintura fresca, cuerdas, plásticos) en que la gente se revolcó sin tapujos en ropa interior. Un happening previamente ensayado lo cual da fe del mal uso del término.

Había asimismo en esta actividad algo de ritual aunque no tanto como en la concebida por Michel Journiac en 1969 en París. Me refiero a Messe pour un corps. Tras haberse extraí­do sangre y confeccionado morcillas con ello el artista, sumo sacerdote, oficiaba el rito litúrgico. La prensa popu­lista le tachó de monstruo.

En otro orden, y en una línea concomitante con prácti­cas conceptuales, se sitúan las performances de Bruce Nauman concebidas para ser vistas desde el prisma del film y el vídeo. La presencia física está en este caso total­mente minimizada pues se trata de una performance que se mostrará enlatada, como es el caso de Walking in an Exaggerating Manner Around the Perimeter of a Square, 1967-68. Aunque no es este el tipo de arte de acción que estoy explorando en este texto.

La aparición de las nuevas tecnologías y del énfasis documentalista y lingüístico no impidió el mantenimiento de un arte corporal que en los años setenta va a primar los conceptos de resistencia, durabilidad, esfuerzo y tiempo. En esta línea despuntan, entre otros, Marina Abramovic, Gina Pane, Stuart Brisley, Chris Burden, aunque con presupuestos diferentes. El grado extremo de exposición del cuerpo y de exhibición del mismo lo puso de manifiesto la italiana Lea Vergine en su ensayo pionero ll corpo come Linguaggo, (Giampaolo Prearo, Milán, 1974).

Lo vemos en el caso de Burden y su célebre Shoot, 1971. Este acto atrabiliario supuso un riesgo que tal vez el joven artista no midió a conciencia al ser disparado a una distan­cia de cinco metros por un amigo en una galería de Los Ángeles. Esta práctica le granjeó una fama de rebelde, cuya significación política plantea ciertos problemas. Amelia Jones en "Dis/playing the Phallus: Male Artists Perform Their Masculinities" (Art History, Diciembre, 1994) resalta que Burden en Transfixed, 1974, mostrara sus genitales sin amba­ges, algo poco frecuente entre los hombres. Uno de los pocos hombres que lo hicieron para cuestionar el machismo de Pollock fue McCarthy en Penis Painting, 1974.

Dicho esto, en el arte es sorprendente de acción el grado de exhibicionismo masculino que ha hecho del esperma un flujo hipervalorado. Ahí está Vito Acconci y su Seedbed (1972) que imitó después Francesc Torres. También en 1979 la acción del chileno Raúl Zurita No, no puedo más en la galería Cal de Santiago ante las pinturas de Juan Dávila, llevada a cabo en plena dictadura de Pinochet.

La intencionalidad política rezuma el accionismo del británico Stuart Brisley al menos en Moments of Decision and Indecision. Realizada en Varsovia en 1974, en una situación de asfixiante falta de libertades bajo el régimen comunista, el hecho de impregnarse de pintura que se le secaba impi­diéndole moverse, invitaba a lecturas políticas.

De forma semejante fue interpretada la acción del checo Petr Stembera que decidió injertarse una planta en el brazo en Grafting, llevada a cabo en Praga en 1975. La energía natural regeneradora purificaría metafóricamente sus venas y su orga­nismo. En una línea catártica de índole similar había trabaja­do años antes Joseph Beuys aunque acentuando la vertiente mágico-espiritualista.

La violencia dirigida contra su propia integridad en el caso de la serbia Abramovic enfatizaba la importancia de poner en riesgo el cuerpo, sometido a veces a los deseos y veleidades del público como pudo verse en Rhythm O, 1974, en el Studio Morra de Nápoles en donde la gente dispuso de setenta y dos instrumentos (unos cortantes, otros no) para plasmar su grado de sadismo y de volición desideraliva. Abramovic siempre ha desmentido la intencionalidad políti­ca y/o Feminista de su trabajo. No sucede lo [sic] mismo caso con Gina Pane cuyo accionismo se sitúa lejos de cualquier pre­tensión masoquista, como ha pretendido ver Kathy O'Dell en Contract with the skin. Masochism, Performance Art and the 1970s (University of Minnesota Press, Minneapolis, 1998).

Provista de un bagaje psicoanalítico Pane inscribió la herida en su cuerpo para indicar, entre otras cuestiones, su empatía con otras mujeres (una clara referencia lésbica),por ejemplo en Azione Sentimentale, Milán, 1973. Años antes, adelantándose a otras prácticas de parecidos presupuestos, puso su cuerpo en contacto físico con la naturaleza, como en Terre Protegée, 1970, donde aparecía acostada sobre la tierra. Dennis Oppenhheim exploró la misma vía. En Reading Position for a second degree burn, 1970, tras cinco horas de exposición al sol su cuerpo había devenido una superficie marcada de forma natural. De estas actividades quedan las fotografías que así las documentan.

En una línea formalista, centrada en la experiencia del movimiento del cuerpo en un espacio en el que se mide el tiempo transcurrido y las modificaciones en la percepción visual, se sitúan las performances de Klaus Rinke, por ejem­plo, Deplazierung, 1972.

En un extremo ideológico opuesto, imbuido de las micropolíticas de la cotidianidad que surgieron en Europa, México y Estados Unidos, en la estela de mayo del 68 y de las revueltas estudiantiles, encontramos las aportaciones de Ana Mendieta. En Rape Scene, 1973, pidió a amigos y profesores que fueran a visitarle a su habitación de la uni­versidad: encontraron una puesta en escena trágica (platos rotos, luz trémula, sangre...} que hacía pensar en la vícti­ma de una violación. Se trataba de romper el silencio sobre la cuestión. Esta performance se entiende mejor si se la enmarca en un contexto más amplio, el de la denominada segunda oleada feminista que sacudió el campo de la per­formance en Estados Unidos y que dio frutos importantes.

Womanhouse, 1971, un proyecto desarrollado durante un mes en una casona de Los Ángeles en la que Judy Chicago, Faith Wilding y muchas otras mujeres ocuparon las distintas dependencias para llevar a cabo performances y environments cuyo eje principal hacía hincapié en que la vida privada, la vida personal y cotidiana compor­taban un claro componente políti­co. Con este horizonte trabajaron Suzanne Lacy y Leslie Leibowitz llevando a la vía pública la proble­mática de la violación, continua­mente minimizada por los medios de comunicación y la sociedad estadounidense. Con In Mourning and in Rage, 1977, una peroformance realizada ante el ayuntamiento de Los Ángeles, dieron el aldabonazo, con una simbología de mujeres vestidas de negro, a la concienciación sobre la violencia de género.

Ese contexto posibilitó que muchas propuestas ignoradas de tipo feminista empezaron a hacerse un pequeño hueco entre los resquicios de la historia del arte que había sido netamente oficial, formalista, greenbergiana, masculinista.

En esos mismos años en Europa un conjunto de artistas problematizaron el concepto de identidad sexual a caballo entre la performance y la práctica fotográ­fica, explorando las ambigüedades del travestismo. Así sucedió con Pierre Molinier, Jurgen Klauke, Urs Luthi, Katherina Sieverding, Valie Export. En Chile, Carlos Leppe con sus performances travestidas trataba de cuestionar el férreo orden militar heterosexista. En la República Centroafricana, desde 1977 al menos Samuel Fosso, multiplica en su [sic] autorretratos los pliegues de la identidad cambiante y polimorfa.

La primera mitad de los ochenta estuvo inmersa en una glorificación de la práctica pictórica. Se instauró una vuelta al orden que el mercado avaló con precios desorbitados y una especulación feroz. Con estos mimbres parece difícil detectar la existencia de prácticas performativas o que empleen la acti­vidad corporal. Las hubo, aunque la historiografía posterior las haya invisibilizado. Un catálogo titulado Performance. Eine andere Dimension, (Fröhlich and Kauffmann, Berlín, 1983) que recoge actividades de la Künstlerhaus Bethanien de Berlín resulta útil como revisión del decenio anterior. Todo ello daba a entender que había otras vías alejadas del conformismo o del arte regresivo, como Benjamin Buchloh calificó a la pintura del neo-expresionismo y de la transvanguardia.

Estados Unidos, anclado en las políticas ultrapuritanas y conservadoras de Ronald Reagan, donde se produjeron casos de censura de manifestaciones artísticas fue clave en la conversión de la performance en activismo. Las Guerrilla Girls son un ejemplo. Otro es el de la perfor­mance feminista de Karen Finley. En We Keep Our Victims Ready, 1989, fraguada tras el impacto que le produjo el asesinato de una adolescente de 16 años, manchada con sus propias heces, aborda problemáticas consideradas obscenas como el abuso sexual y el incesto.

El SIDA fue el catalizador de los miedos y prejuicios de grandes sectores de la población, espoleados por la derecha cristiana y los telepredicadores. La comunidad artística tardó en reaccionar. Lo hizo finalmente con la creación de colectivos activistas tipo Grand Fury, Fierce Pussy relacionados en parte con ACT UP... Sus acciones irreverentes surcaron Manhattan.

El cuerpo se había transformado en materia pecaminosa, abyecta, enferma, en generadora de miasmas y fluidos, en prácticas anales que la religión y los homófobos condena­ban, y no resultaba fácil reactivarlo y ponerlo en acción. El uso extendido de nuevas tecnologías restaba fuerza a la pre­sencia física. Otros dispositivos la representaban: diodos electróni­cos, videos, fotografías, y en los noventa, el net-art. El cuerpo fue poco a poco digitalizándose.

Algunas de las manifestaciones más radicales provenían de artistas que no tenían acomodo en el mercado, lastrado por el glamour y la superficialidad. Me refiero a Annie Sprinkle, una ex trabajadora del sexo que llevó a cabo Post-Porn Modernist Show, en 1992. En esta performance, bajo su control y tras insertar un espéculo en la vagina, invitaba al personal a explorar sus flujos internos. Ese mismo año en Los Ángeles, Bob Flanagan, acom­pañado de su compañera Sheree Rose, realizó Visiting Hours, recre­ando su estancia en el hospital. A Flanagan se le diagnosticó al nacer fibrosis quística. Apenas le daban unos meses de vida. Vivió hasta los 44 haciendo del maso­quismo sexual una práctica placentera de ramificaciones artísticas.

Otro ejemplo de performatividad de una sexualidad que la moral bienpensante tildaba de repugnante la llevó a cabo uno de los performers más perseguidos de la cultura norteamericana: Ron Athey. En 4 Scenes in a Harsh Life, 1994, puso en práctica un elaborado ritual en que la sangre des­empeñaba un papel simbólico y una realidad material. Acusado de propagar el SIDA tuvo que poner pies en pol­vorosa marchándose a Europa. Probablemente el italiano afincado en Londres Franko B sea hoy uno de sus epígonos en la actividad corporal de la performance en donde derramar sangre, por ejemplo en Mamma I can't sing, 1996, deviene un gesto subversivo.

En un registro diferente, no puede olvidarse la aporta­ción de Pepe Espaliu a la concienciación social sobre el SIDA. Las dos acciones (el vocablo performance le parecía excesivamente cargado de significación teatral) tituladas Carrying son harto significativas. Realizadas en las calles de San Sebastián y Madrid, en 1992, se trataba de enlazar el ámbito político y el de la cultura y el arte a favor de una suerte de sanación simbólica. Esto le emparentaba con algu­nas iniciativas de Beuys, aunque desprovistas del sesgo mesiánico del alemán.

En el mismo año y con motivo de las celebraciones neocolonialistas habidas en España Coco Fusco y Guillermo Gómez Peña realizaron la performance Two undiscovered Amerindians visit Madrid, en plena plaza de Colón, en Madrid en 1992. Formulaciones como ésta de neta sátira a la colonización española y al racismo pudieron despertar el interés por conocer las realidades artísticas y performativas de Latinoamérica. Algunos de los uso corporales del accionismo procedentes de países como Chile, Argentina y Brasil han tenido como trasfondo la cruentas dictaduras del cono sur. En fechas más recientes la rebeldía política emerge mediante el activismo perfomativo. Uno de los ejemplos más contundentes lo ofreció en 2000 en Lima el Colectivo Sociedad Civil. Como un "ritual participativo de limpieza de la patria" sus hacedo­res decidieron "lavar" la bandera peruana para poner en escena la corrupción del régimen de Alberto Fujimori. Este acto masivo, repetido, se transformó en un símbolo de protesta.

Es importante destacar la labor promotora de la perfor­mance impulsada desde el centro Ex Teresa Arte Actual de México DF. Dirigido por Teresa Loffler y en los últimos años por Guillermo Santamarina. Por allí han pasado artis­tas de distintas generaciones como David Medalla, Stelarc, Tania Bruguera, Andrea Ferreya y un sinfín más. Un volu­men: Con el cuerpo por delante: 47882 minutos de perfor­mance (INBA, México D.F., 2001) da buena cuenta de ello.

El último decenio ha visto la proliferación de paradig­mas estéticos harto diferentes: por un lado, la creciente espectacularizacion, trivialización e idiotización de las costumbres y de la vida íntima. La performance ha sido también vehículo de ese ideario mediático conservador, por ejemplo, en el caso de Tracy Emin. En Exorcism of the Last Painting I ever Made, 1996, en la Galleri Andreas Brändström de Estocolmo, el público la veía desnuda a través de 16 lentes colocadas en la pared. Que estuviera sin ropa carecía de gancho radical en un contexto en que muchas artistas mujeres la habían precedido. La intención era alimentar el voyeurismo conscientemente mediante el efecto peeping-tom.

La performance como espectáculo en los noventa ha tenido otros practicantes: entre ellos, la austriaca Elke Krystufek (Satisfaction, 1996), y el ruso Oleg Kulik (I Bite America and America Bites Me, 1997).

Por otro, se puede afirmar que la proliferación de nuevos instrumentos tecnológicos en la era cibernética y la aparición de redes informativas, amén de la multiplicación de la presencia virtual del cuerpo en Internet ha diluido en parte la garra del arte de acción.

Quedan, sin embargo, en ámbitos y espacios no fre­cuentados por las instituciones museísticas ni por las galerías de postín, algunas apuestas en las que conceptos como masculinidad, feminidad, poder, normatividad son
puestos en solfa y parodiados. Me refiero a artistas que buscan en el transgénero y lo queer una alternativa al espectáculo adocenado y yermo. Artistas del universo de las drag-kings y de la escena burlesque en quienes han hecho mella las teorías de Judith Butler, El propósito es reinventar la performance y la vida.

Juan Vicente Aliaga
Profesor de la Universidad Politécnica de Valencia